El 22 de Octubre es el día Internacional del conocimiento
de la Tartamudez. Han sido varios los post que he publicado relacionados con
este tema,("Día internacional del conocimiento de la tartamudez", "Pasa la voz" ,"Dont be afraid to stuttering").Cercana esta fecha os dejo la traducción al castellano
realizada por mi amiga y filóloga inglesa
Amelia Falcó Tortosa de On Becoming a Non-Stammering Stammerer by
David Mitchell . Como algunos recordaréis David Mitchell es autor entre otros
libros; Del Atlas de las Nubes , Escritos
fantasma y El Bosque del Cisne Negro (Black
Swan Green). El documento que ha traducido Amelia pertenece a la web que se
creo específicamente para el Bosque del Cisne Negro , libro que tiene como
protagonista a un niño de 13 años que
tartamudea.( David Mitchell también es una persona que tartamudea) y sobre el que
publiqué un post en el año 2008 . En el
documento traducido, David nos acerca y narra las vivencias de una persona
que tartamudea.
Quiero resaltar las gracias por el trabajo y la excelente
traducción que ha hecho Amelia para que la podamos disfrutar.Mil gracias Amelia.
Cómo ser una
persona tartamuda que no tartamudea
Por David Mitchell(traducido por Amelia Falcó
Tortosa)
Imagina que cuando vas a pronunciar una
palabra que empieza, por ejemplo, por la "n" , tu boca se paraliza de
repente. La palabra no quiere formarse. La oración se detiene a mitad de camino.
Tus oyentes, confundidos, fruncen el ceño: te estás saltando la regla que rige
la longitud de las pausas dentro de las oraciones. Doblas, luego triplicas,
después cuadruplicas tus esfuerzos por decir la palabra, pero lo único que
formas es un ruido atragantado tipo «n-n-n». Tu cabeza se recalienta, como si se
estuviera pisando el acelerador a fondo en parado. Los globos oculares se
hinchan. La cara se desencaja, como la de un epiléptico. Los petardos de
mortificación irrumpen y dan vueltas por el cráneo mientras tus oyentes
empiezan a pillar la idea. A uno se le nota en la cara que está fingiendo que
no ocurre nada raro. Otro está pasando vergüenza, aunque comparado contigo, no conoce
el significado de esa palabra. Otra persona mira hacia otro lado… ¿para que no
se le vea la sonrisa? Al final, uno da el golpe de gracia y dice la
impronunciable palabra por ti, convencido de que te ha hecho un gran favor. Ahora
imagina que esto no te ocurre solo una vez cada dos o tres meses, o incluso
cada dos o tres semanas: te va a pasar dos o tres veces en cada frase. Por
último, figúrate que ya no estás en compañía de los lectores liberales del Observer: imagina que has vuelto al
patio del colegio.
Creo que tenía siete u ocho años cuando me di
cuenta de que algo iba mal en mi forma de hablar. Recuerdo una tarde de verano asfixiante,
puede que fuera durante la sequía de 1976. La profesora hizo una pregunta cuya
respuesta –era improbable que respondiéramos dada nuestra edad, pero la
señorita Hyde tenía demasiadas expectativas– era «Napoleón». Levanté la mano,
dispuesto a impresionarla, pero lo que pasó después ya se ha descrito arriba. Obviamente
fue humillante –se oían las risitas de un par de chicas–, pero, sobre todo, cuando
la misma enfermedad misteriosa empezó a atacarme una y otra vez, fue
terrorífico. ¿Qué demonios me estaba pasando? ¿Cómo se llamaba eso? ¿Por qué
era la única persona del planeta que sufría este mal? También me acuerdo de haber
ido con un garaje de varias plantas de Fisher-Price a una consulta en Southport
porque hasta los tres o cuatro años no empecé a hablar, pero estas experiencias
fueron mucho menos trascendentales, más agradables. ¿Cuáles eran las reglas que
regulaban cómo venía y se iba? ¿Por qué solo las palabras que empezaban por "n"
? Pronto cumpliría nueve años: ¿qué iba a hacer cuando me preguntaran
la edad?
Mi logopeda era la Sra. Lester, quien tenía
la apariencia y naturaleza amable de una bruja buena. Esas visitas me daban
mucha vergüenza y mentía a mis compañeros cuando querían saber por qué cada dos
martes salía antes del colegio. La señora Lester me hacía hablar al compás del
metrónomo, leer libros ilustrados y llevar un diario muy básico de cuándo
tartamudeaba y cómo me sentía. Estos métodos me funcionaron a corto plazo, pero
a largo plazo, no tanto. Cuando estaba con ella, apenas tartamudeaba, y después
de unas pocas sesiones, le aseguró a mi madre con toda tranquilidad que no
había que preocuparse, que probablemente se iría cuando creciera. Sin duda,
todos encontramos consuelo en este diagnóstico tan optimista. (Supongo que la
logopedia como rama de la psiquiatría estaba todavía en la adolescencia a finales
de los setenta. Para variar, me agradaría que este artículo provocase la
recepción de cartas de logopedas o de sus pacientes, donde expresaran su
mosqueo e indicaran que los tratamientos han recorrido un largo camino desde entonces.)
Sin embargo, fuera del compás de influencia bondadosa de la señora Lester, el
tartamudeo volvía. Finalmente, llegué a la conclusión de que no era como mi
alergia al polen, que se podía curar con un antihistamínico. Pedir que me
llevaran a la consulta de nuevo habría consolidado mi imagen de niño con un
problema a ojos del resto. Malas noticias en una etapa de la vida en que la
aceptación social y, por ende, la supervivencia, reside en ser normal. Así pues,
aparte de unas cuantas sesiones más con la logopeda cuando tenía trece años
–cuando se empezó a repetir el mismo patrón de cura y recaída– iba a tener que
lidiar con eso yo solo.
Los niños compensan la falta de léxico con símiles
o metáforas. Empecé a ver la tartamudez como una especie de oscuro homúnculo –un
Gollum formado por antimateria– que vivía en la base de mi lengua. Los dos
estábamos enfrascados en una guerra sin fin, como la OTAN y el Pacto de
Varsovia. El homúnculo actuaba de forma impredecible. Me dejaba hablar sin
problemas hasta que bajaba la guardia, entonces atacaba. Podía destacar las
palabras causantes del tartamudeo que surgen en la conversación, y
desternillarse mientras mi ansiedad desencadenaba una crisis. Muestra un
desconcertante desprecio por la sabiduría popular. Sería normal pensar que las situaciones
estresantes lo agravan, pero este no es necesariamente el caso. En mi primera
lectura en público como escritor a punto de ser publicado, en Londres, con la
novelista A. S. Byatt delante –probablemente el momento de más nervios en mi
etapa adulta– la tartamudez había desertado. Otras veces, estando feliz y
relajado con mis amigos y mi familia, puede golpear sin previo aviso ni piedad.
Nunca se sabe. Está ausente cuando canto, cuando estoy solo hablándome a mi
mismo, cuando converso con otra persona que tartamudea y cuando hablo en sueños.
El teléfono fue un problema durante gran parte de mi vida; el contestador, no
tanto. Hablar con una persona cuya tartamudez está más marcada que la mía. Los
que tienen una relación problemática con su madre o su padre –no es mi caso– me
cuentan que visitar a sus padres les provoca una crisis. Yo nunca he notado una
mejora o empeoramiento. De lo que sí me he dado cuenta con los años es que se
reaviva en primavera y disminuye en otoño. ¿Dónde está la lógica de todo esto?
¿Cómo se suponía que iba a derrotar a mi enemigo si su comportamiento era tan
inconsistente?
Cuando era pequeño, no tenía la más mínima
idea. Lo único que sabía es que este defecto era una desventaja funesta en un
mundo tan abiertamente despiadado como el de los niños. En una disputa, cualquier
antagonista podía imitar a un tartamudo –y de hecho lo hacían tan
tranquilamente–, los espectadores se reían y, por supuesto, aquel triunfaba.
Afortunadamente para todos, nunca tuve suficiente fuerza para lisiar a mis
enemigos, solamente tenía la imaginación para soñar que lo hacía. Mi única
estrategia para minimizar los daños era algo así como evitar letras del
alfabeto. Escaneas oraciones por adelantado en busca de palabras que provocan
tartamudez y guías la oración de forma que no las necesites. Es igual que cuando
George Perec escribió la novela A Void sin
la letra "e" , salvo por que no tienes tanto tiempo para sentarte y
pensar. (Un buen amigo –tartamudo desde niño, que creció en Pakistán y que
ahora es novelista– fue tan lejos, que hasta dejó de hablar totalmente durante
varios años. Solo se comunicaba por medio de un boli y un bloc de notas. Menos
mal que este método nunca llegó a Worcestershire.) Gracias a mi estrategia
conseguí disimular a medias el defecto en el habla, pero pagué un precio. Vivía
con un miedo constante a ser descubierto, expuesto, etiquetado y avergonzado.
Además, la política de evitar letras «peligrosas» implica no ofrecerse
voluntario para contestar en clase. Cuando un profesor me preguntaba algo
directamente, normalmente me tocaba fingir que no lo sabía y aguantar su
descontento. Peor aún, a veces a los estudiantes les obligan a leer en voz alta
y en público. En las obras de Navidad, en la celebración del Día de Acción de
Gracias… ¡era como vivir en un auténtico infierno! Durante años temí que me
nombraran delegado cuando llegara al bachiller porque los Elegidos tenían que
leer un pasaje de su elección en la asamblea escolar. Me hicieron delegado y,
después de agonizar mucho, fui a la jefa de estudios a pedirle de rodillas que
tuviera piedad (me garantizó la suspensión temporal de la ejecución sin
pensárselo, y por si, tal y como espero, está leyendo esto durante su bien
merecida jubilación: señora Bassett, esa fue la decisión correcta). De igual
forma, cuando repartían los papeles de las obras de Shakespeare en el nivel
avanzado, siempre rezaba por que me dieran los de cortesanos secundarios o
mensajeros con prisas. En las temporadas malas tenía que acercarme a los
profesores de inglés a escondidas para preguntarles si me podían eximir de un
papel donde se hablara. Me aterrorizaba decir las palabras «porque soy
tartamudo» tanto como me horrorizaba que ya lo supieran. Lo aceptaban, pero no
sin un poco de «Tienes que currártelo» en su conformidad. Solo podía estar de
acuerdo. Empecé a preocuparme por el trabajo. Estaba en auge la política thatcheriana
de compensar la falta de empleo haciendo que las escuelas enseñaran el arte de
las entrevistas de trabajo, pero ¿cómo iba a impresionar con mi genialidad a un
futuro jefe si no era capaz de soltar mi nombre? ¿Y qué evitaría que no me
echase una vez descubierto el engaño? ¿Iba a tener que ser monje en una orden
silenciosa? ¿Granjero? ¿Farero? Currármelo era una idea maravillosa, pero en el
entorno de una persona tartamuda parecía que nadie sabía decirme cómo.
En este caso, mi principal fuente de
información y consuelo, la televisión, no me ayudó en absoluto. Las pocas personas
tartamudas que salían en la tele eran figuras cómicas y servían únicamente para
producir quemaduras de vergüenza de tercer grado. Ronnie Barker interpretaba a
un tendero tartamudo llamado Arkwright en la serie Open All Hours –he visto que aún provoca risas enlatadas en la tele
por satélite con su hilarante retrato de un tartamudo arisco–. Sudaba solo de
saber que lo estaban haciendo, seguro de que mi endeble tapadera saltaría por
los aires en el colegio. El retrato que Michael Palin hizo más recientemente en
Un pez llamado Wanda era más
simpático, pero los dedos de los pies aún se me retorcían de vergüenza por lo que
representaba. Esta película, al igual que el retrato del dueño del teatro en Shakespeare in Love, perpetúa uno de los
mitos que informan a los que no son tartamudos sobre cosas que tienen que ver
conmigo. He llamado a este mito «La cura del callejón sin salida», el cual sostiene
que si retienes a un tartamudo en su habitación 101 de la novela 1984 –dirigirse a un gran número de
espectadores hostiles–, el problema desaparecerá por arte de magia. Nada,
tonterías. Es posible que las anécdotas históricas recuerden unas cuantas de esas
curas temporales, pero cuando se
trata de las innumerables ocasiones en las que una persona tartamuda se colapsa
bajo presión –nunca se relaja del todo–, la historia es menos fiable. Al mito
que se esconde tras la reticencia de mis profesores a eximirme de hablar en
público, le llamo el «Mito del poder de la voluntad». Este sostiene que una
persona tartamuda es equiparable al personaje recién atado a una silla de
ruedas de una típica película estadounidense de superación. Los médicos dicen
que nunca volverá a andar, pero su determinación obstinada demuestra que se
equivocan. Por culpa de este mito estuve cabreado durante años, pues creía que
tartamudeaba porque no hacía un esfuerzo mayor por no tartamudear. Ese homúnculo se
alimenta de la determinación obstinada. Como un campo de fuerza, cuanto más
poder de la voluntad le lanzas, más fuerte se hace, y más seguro es que acabes
farfullando y poniendo caras raras hasta convertirte en un espectáculo cómico,
como Arkwright el tendero. Es más, –y ahora que lo pienso, este mito también se
escondía bajo el metrónomo de mi logopeda– no puedes «reiniciar» el software de tu discurso o «practicar»
hasta que el defecto en el habla desaparezca. No sé qué es el tartamudeo, pero
desde luego no es un arriesgado swing
de golf.
Aunque me alegra maldecir tal explotación
cómica hasta quedarme sin aliento, el empeño de estos mitos es comprensible.
Es, si se quiere, el trastorno que no puede decir su nombre. La gente tiene
menos reparos cuando habla con un ciego sobre la ceguera o con un sordo sobre
la sordera. La tartamudez conserva una pátina de vergüenza. Los extraños
prefieren evitar a toda costa el mal trago de estar frente a un tartamudo. Mis
propios amigos y mi familia creen que incluso mencionar el tema me causa la
misma mortificación que el acto en sí de tartamudear y, hasta hace
relativamente poco, tenían razón. Incluso en el repositorio de experiencia más
extraordinario al cual llamamos literatura, solo he visto un magnífico ensayo de
John Updike que parece muy real, y poco más. (Por cierto, siempre se puede
saber si un personaje de ficción tartamudo está construido desde la propia
experiencia: uno falso se traba en palabras que empiezan por cualquier letra
del alfabeto, mientras que el único y verdadero solo lo hace en palabras que
empiezan por dos o tres letras concretas.) Esto me lleva al porqué de escribir
el artículo, y Black Swan Green, de
hecho. El objetivo menor es dar a las personas que tartamudean una idea de cómo
es vivir con un trastorno del habla. Mi objetivo prioritario es expresar lo que
me habría gustado que me dijeran de pequeño sobre cómo apañármelas solo, con la
esperanza de que le pueda servir a cualquiera que tenga que sobrevivir en los
patios del colegio y lugares de trabajo hostiles. Dada la amplia taxonomía de
la tartamudez, lo que voy a escribir no será útil para todos los que tengan un
homúnculo en la lengua. No obstante, lo que sigue a continuación me ha servido
en un momento u otro de mi vida, incluso ahora mismo.
Primero de todo, considera que es más fácil
funcionar con el tartamudeo que con el balbuceo. ¿Cuál es la diferencia?
Algunas autoridades sostienen que «balbucear» y «tartamudear» son dos palabras
para lo mismo, pero yo suscribo las dos definiciones siguientes: el balbuceo es
cuando se repite una y otra vez, cual ametralladora, la primera sílaba de la
palabra, sin llegar a la segunda. El tartamudeo, por el contrario, es cuando ni
siquiera se puede articular la primera sílaba: simplemente hay un agujero en la
oración que se va haciendo más ancho. Creo que en este agujero, en este
espacio, puedes encontrar el silencio, la calma que necesitas para sacar la
siguiente palabra. Si tu defecto en el habla tiene la forma de balbuceo, tómate
tu tiempo cuando llegues a la palabra peligrosa. Un punto de partida estable es
mejor que el estrés frenético.
En segundo lugar, cuando el lenguaje es el
enemigo, se tiene la tentación de hablar a la velocidad de la luz para intentar
quitarse de encima el maldito problema cuanto antes. Sin embargo, la mayoría de
personas no hablan como los que dan las noticias de la CNN. Tómate tu tiempo. Esas
oraciones son de tu creación y si los oyentes no están dispuestos a dejar que
vayas a tu ritmo, pues que les den. Este punto da lugar también a la estrategia
de la Pausa Falsa. Si estás sorteando una palabra arriesgada, disimula con una
pausa cuando llegues ahí. Finge que estás barajando una opción mejor para la
siguiente palabra. Sobre todo, si los oyentes piensan que simplemente es tu
patrón de habla habitual, no se darán cuenta de que en realidad lo que estás
haciendo es esperar a que el homúnculo se retire, baje la guardia o simplemente
pierda el interés. Muchas veces la palabra saldrá sola si no piensas demasiado
en ello. Si no lo hace, la pausa falsa te da la oportunidad de abortar la
oración, fingir que has pensado en otro modo mejor de decirlo y reformular dicha
oración de forma que puedas llegar al mismo punto sin la palabra peligrosa. Quizá
es una estrategia de último recurso, pero es mucho mejor que sonar como una
radio a la que se le están agotando las pilas.
Al siguiente le llamaría el "Método decir de
pasada". Puede que me equivoque, pero no creo que tartamudees en las vocales.
Ahora mismo una de mis letras peligrosas es la "s". Si, por ejemplo,
tengo que decir la palabra "sentimiento", el truco es simular que la palabra es "entimiento" (aquí ya no hay problema) y decir de pasada el sonido /s/. El
impulso que da la vocal está de tu parte y la palabra sale a menudo sin que se
den cuenta de que la consonante está entrecortada. Un pariente cercano de esta
estrategia es lo que se podría llamar el "Método trocear". Por razones sobre
las cuales me parece interesante conjeturar, siempre tengo problemas con la
segunda sílaba en la palabra "embarazoso", y eso que la "b" no es una
letra que me haga tartamudear en la actualidad (estas bestias negras impredecibles
salen de la nada a veces). Aquí el truco es considerarla como dos palabras "em"
y "barazoso", con un espacio corto entre ambas. Vale, suena un poco raro, pero
un poco raro está bien.
La última estrategia que me gustaría proponer
es a más largo plazo. Se trata de un hábito del cerebro, más que de una treta
lingüística. El «desencadenante del tartamudeo» seguramente está ligado a
nuestra percepción del oyente, por eso nunca tartamudeamos cuando estamos
solos. Estoy convencido de que lo hacemos porque nos provoca ansiedad que nos
vean tartamudear, básicamente. Si la tartamudez en sí misma es inmune al
ataque, como mi propia experiencia sugiere, ataquemos a la ansiedad. Cultivemos
una actitud de indiferencia combativa ante lo que nuestros oyentes puedan pensar
si tartamudeamos. Piensa: «Está bien,
necesito. No. Quiero algunos segundos
extra hasta que esté preparado para decir la siguiente palabra, y si eso te
supone un problema, entonces que te f*****». Está claro que esta indiferencia
combativa sale más fácilmente cuando eres un escritor autónomo que está ya al
final de la treintena, pero podría servirle incluso a un chaval de secundaria que
estudia en un colegio conflictivo del norte de Londres, donde no tiene la
libertad de elegir la gente con la que se mezcla. Eso espero. Aparte de
reforzar tu frágil autoestima, cuanto más firme permaneces en tu indiferencia, más
raro es que tengas que usarla. Tartamudeas menos.
Ojalá pudiera llamar a mi yo de trece años y
decirle que no se puede solucionar con una varita mágica. Al principio se
quedaría hecho polvo –aunque está rezando por saber la verdad– pero lo que
añadiría después debería animarle: puedes acabar dominando las estrategias
destacadas aquí y, al igual que los amigos burlones en un anuncio de champú
anticaspa de H&S, la gente dejará de definirte como una persona que padece un
problema. Muchas de las personas que leyeron las correcciones de Black Swan Green me preguntaron cómo había
hecho la investigación sobre la tartamudez: intentaban hacer que me sintiera
mejor conmigo mismo. Mucha gente se traba cuando habla, pero no se le califica
como tartamuda. Es igual que con los temblores de tierra, que ocurren todo el
tiempo pero solo se registran como terremotos cuando sobrepasan cierto umbral
de intensidad. Aspira a mantener la intensidad de tu tartamudeo por debajo de
ese umbral. Un famoso exfutbolista alcohólico habló una vez de la imposibilidad
de «curar» el alcoholismo: en lugar de eso, aspiró a convertirse en un
alcohólico abstemio. Creo que para nosotros es realista y saludable aspirar a
convertirnos en tartamudos que no tartamudean.
He aquí mi gran idea: deja de intentar matar el
tartamudeo. Esa metáfora sobre el homúnculo, o el perro que se porta mal, o
como quiera que lo visualices, al final se convierte en un obstáculo para solucionarlo.
Cambia tu percepción de la tartamudez. Deja de verlo como un enemigo al que hay
que derrotar: es una parte integral del proceso que sigues cuando piensas y
cuando percibes a los demás, y del proceso del lenguaje, y ningún bien puede
venir de odiar una parte integral de ti mismo (en contraposición a un rasgo de
la personalidad indeseable). Te informa de tu relación con el lenguaje y lo enriquece, aunque solo sea porque
necesitas más estructuras y vocabulario a tu alcance. Está claro que nos
metemos en nosotros mismos mientras pensamos, pero pensar antes de hablar tiene
muchas ventajas. Si hubiese podido construir oraciones sin interrupción ni
esfuerzo, como mis compañeros de clase a los que envidiaba en secreto, probablemente
no habría tenido la necesidad de anotarlas, ni de convertirme en escritor. Igual
que tienes que vivir en algún lugar, tienes que ser alguien, y mientras los
defectos, limitaciones e impedimentos no alejen a tus amigos, ¿por qué no
pueden ser tan válidos a la hora de determinar quién eres y cuál es tu vocación,
como lo es tu talento? He pasado demasiados años luchando en una interminable batalla
librada en mi propia cabeza, que no se puede ganar y que mina la autoestima, como
para disculparme por el tono de «chocolate calentito para el alma» de esta
conclusión. Sobre todo, intenta entender tu «defecto», cualquiera que sea la
forma que adopte, y aprende de ello. Hazte su amigo.