domingo, octubre 23, 2016

22 de Octubre día internacional de la Tartamudez

Hace más de 2 años que no publicaba nada , hoy vuelvo a esta tribuna para reivindicar el 22 de octubre , día internacional de la Tartamudez. Un día ,no para considerarlo como festivo, ( he leído por alguna parte , feliz día )sino reivindicativo. No creo que otros colectivos se feliciten en sus días reivindicativos que tengan. No comparto tampoco cierto eslogan que circula por ahí de "dame ti ti tiempo". Lo primero , las personas que tartamudeamos  no tenemos que pedir tiempo , lo exigimos. No hay que ir con la cabeza gacha , por favor dame, que noooooo, que no hay que pedir , eso refuerza la inseguridad porque hace que dependas de otra persona.  Segundo , lo de ti , ti, tiempo, el otro día escuche a Isabel Gemio que lo decía por las ondas de Onda Cero y quedaba un poco patético. Me gustaría ver mas apoyo social  y cohesión junto con menos postureo. Por otra parte, sería deseable que  "organizaciones profesionalizadas · que defienden a las personas que tartamudean y luchan contra la discriminación laboral de las personas  que tartamudean , si tuviesen  personal laboral en su organización fuera predicando con el ejemplo , que su personal asalariado fuera personas que tartamudean . Personas como leemos muchas veces , super preparadas pero que no son  contratadas por tartamudear. Os dejo dos videos que hice con mi sudor , tiempo, y altruistamente por la causa.



domingo, julio 20, 2014

Para de Sufrir por Tartamudez

Os dejo la letra de la música de "la solución a la tartamudez". Varias personas me han pedido que pusiera la letra con una pequeña explicación de lo que quería transmitir.  Las explicaciones van entre paréntesis. Adelante.

Empezaron los problemas se enganchó al hablar, duele la palabra en mi pecho roto. Nunca en la vida pude imaginar que hubiera en el mundo tanta soledad .Cómo quema este dolor del silencio  .Malos tiempos, me he condenado y en ellos yo me encierro ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí? Si en silencio fui creando un enemigo. ¿Para qué insistir? ¿Cómo hablar? Se apagó la luz del cielo, se aferró a la soledad. Sé que algo me quema, por dentro tengo una hoguera que mi sangre envenena con el tiempo que me queda. Soy fragilidad, ojillos de agua marina. ¿Cómo hablar?  El cerrojo que le aprieta le pone cadenas y nunca descansa en paz.
(Esta primera parte explica el contacto de la persona que tartamudea con su tartamudez, y como en momentos puntuales se puede encerrar en sí mismo, como duele el silencio de la evitación, como no se relaciona con los demás, es débil , frágil , y la tartamudez le va encadenando y  venciendo).
La solución la tengo yo ¿Me estas escuchando? La solución la tengo yo que me ayude a superar, no le tengas miedo. Saco mi bandera negra con la calavera. Sé lo que tengo que hacer para alegría de vivir, aparcando el miedo a sufrir los problemitas se marchan.
( un primer paso para vencer a  la tartamudez, es precisamente no tener miedo a tartamudear)
Y ahora préstame atención, no quiero lunas que me iluminen, no quiero soles que me fascinen. No tengas miedo a despertar, que nadie calle tu verdad, yo lo quiero lograr. Mi corazón salvaje y estepario que me da fuerza, valor y realidad. Mi garganta mis penas más negras espanto. ¿Qué más dará lo que digan? ¿Qué más dará lo que piensen?
(No tenemos que creer en métodos milagrosos, ni buscar con ahínco una pócima mágica, habla, no calles por temor a tartamudear, sé valiente y a medida que hables, tus miedos espantaras sin que te tenga que importar lo que digan o piensen los demás.)
Para mí está muy claro, que ya nadie nos va a parar, la esperanza jamás  se pierde, los malos tiempos pasarán, piensa que el futuro es una acuarela y tu vida un lienzo para colorear. Guías mi razón, tengo mil historias que quiero contarte escondidas en mi voz.
( La vida es muy hermosa para desperdiciarla  por miedo a tartamudear y no  comunicarnos por miedo)
Levántate esta vez vamos a luchar, el futuro ha vuelto a la ciudad no lo dejes escapar, es tu aliado, levántate. Adelante por los sueños que aún nos quedan, adelante por aquellos que están por venir, adelante no importa la meta, el destino es la promesa de seguir. Vengo to revolucionao, vengo con ganas de fiesta, vengo echándole carbón a este barquito de vela.
(Se acabó el compadecernos,  no hay que buscar la fluidez como única meta, comunícate , ves caminando  sin marcarte metas grandiosas  y cada día estarás más fuerte , esto servirá tanto para ti como para que los  más pequeños con tartamudez tengan un futuro mejor)
Mirando al frente esta mañana es diferente, descubro tantas cosas que no vi, por no quererme. Y siento todo tan brillante y tan magnético. Nada ni nadie puede hacer que me derrumbe hoy, que tiemble el suelo que allá voy  pisando fuerte y sin reloj.
(Mirando de frente, vivimos, nos queremos, y ninguna circunstancia ni comentario nos va a afectar en demasía como para no querernos ni valorarnos, cada acto, cada comunicación, tartamudeando o sin tartamudear nos afianzará en nuestro viaje por la vida, donde el reloj, el tiempo no nos importará, haremos este viaje a nuestro ritmo, seremos el capitán de nuestro barco).
Voy haciendo mis planes, voy sabiendo quien soy, voy buscando mi parte, voy logrando el control. Y ahora vuelvo a mirar el mundo a mi favor, vuelvo a ver la luz del sol.

(De pronto nos daremos cuenta de lo mucho que valemos, lo que queremos hacer, cuales son nuestros sueños e ilusiones y los intentaremos cumplir, tartamudeando o sin tartamudear, porque la vida está ahí esperándonos para acogernos  y hacernos disfrutar. Cambiemos  la oscuridad por la luz, despleguemos velas y a navegar)

jueves, octubre 17, 2013

Cómo ser una persona tartamuda que no tartamudea




El 22 de Octubre es el día Internacional del conocimiento de la Tartamudez. Han sido varios los post que he publicado relacionados con este tema,("Día internacional del conocimiento de la tartamudez", "Pasa la voz" ,"Dont be afraid to stuttering").Cercana esta fecha os dejo la traducción al castellano realizada por  mi amiga y filóloga inglesa  Amelia Falcó Tortosa de On Becoming a Non-Stammering Stammerer by David Mitchell . Como algunos recordaréis  David Mitchell es autor entre otros libros; Del Atlas de las Nubes , Escritos fantasma y  El Bosque del Cisne Negro (Black Swan Green). El documento  que ha traducido Amelia pertenece a la web que se creo específicamente para el Bosque del Cisne Negro , libro que tiene como protagonista a  un niño de 13 años que tartamudea.( David Mitchell también es  una persona que tartamudea) y sobre el que publiqué un post  en el año 2008 . En el documento traducido, David nos acerca y  narra las vivencias de  una persona  que tartamudea.
Quiero resaltar las gracias por el trabajo y la excelente traducción que ha hecho Amelia para que la podamos disfrutar.Mil gracias Amelia.

Cómo ser una persona tartamuda que no tartamudea

Por David Mitchell(traducido por Amelia Falcó Tortosa)

Imagina que cuando vas a pronunciar una palabra que empieza, por ejemplo, por la "n" , tu boca se paraliza de repente. La palabra no quiere formarse. La oración se detiene a mitad de camino. Tus oyentes, confundidos, fruncen el ceño: te estás saltando la regla que rige la longitud de las pausas dentro de las oraciones. Doblas, luego triplicas, después cuadruplicas tus esfuerzos por decir la palabra, pero lo único que formas es un ruido atragantado tipo «n-n-n». Tu cabeza se recalienta, como si se estuviera pisando el acelerador a fondo en parado. Los globos oculares se hinchan. La cara se desencaja, como la de un epiléptico. Los petardos de mortificación irrumpen y dan vueltas por el cráneo mientras tus oyentes empiezan a pillar la idea. A uno se le nota en la cara que está fingiendo que no ocurre nada raro. Otro está pasando vergüenza, aunque comparado contigo, no conoce el significado de esa palabra. Otra persona mira hacia otro lado… ¿para que no se le vea la sonrisa? Al final, uno da el golpe de gracia y dice la impronunciable palabra por ti, convencido de que te ha hecho un gran favor. Ahora imagina que esto no te ocurre solo una vez cada dos o tres meses, o incluso cada dos o tres semanas: te va a pasar dos o tres veces en cada frase. Por último, figúrate que ya no estás en compañía de los lectores liberales del Observer: imagina que has vuelto al patio del colegio.

Creo que tenía siete u ocho años cuando me di cuenta de que algo iba mal en mi forma de hablar. Recuerdo una tarde de verano asfixiante, puede que fuera durante la sequía de 1976. La profesora hizo una pregunta cuya respuesta –era improbable que respondiéramos dada nuestra edad, pero la señorita Hyde tenía demasiadas expectativas– era «Napoleón». Levanté la mano, dispuesto a impresionarla, pero lo que pasó después ya se ha descrito arriba. Obviamente fue humillante –se oían las risitas de un par de chicas–, pero, sobre todo, cuando la misma enfermedad misteriosa empezó a atacarme una y otra vez, fue terrorífico. ¿Qué demonios me estaba pasando? ¿Cómo se llamaba eso? ¿Por qué era la única persona del planeta que sufría este mal? También me acuerdo de haber ido con un garaje de varias plantas de Fisher-Price a una consulta en Southport porque hasta los tres o cuatro años no empecé a hablar, pero estas experiencias fueron mucho menos trascendentales, más agradables. ¿Cuáles eran las reglas que regulaban cómo venía y se iba? ¿Por qué solo las palabras que empezaban por "n" ? Pronto cumpliría nueve años: ¿qué iba a hacer cuando me preguntaran la edad?

Mi logopeda era la Sra. Lester, quien tenía la apariencia y naturaleza amable de una bruja buena. Esas visitas me daban mucha vergüenza y mentía a mis compañeros cuando querían saber por qué cada dos martes salía antes del colegio. La señora Lester me hacía hablar al compás del metrónomo, leer libros ilustrados y llevar un diario muy básico de cuándo tartamudeaba y cómo me sentía. Estos métodos me funcionaron a corto plazo, pero a largo plazo, no tanto. Cuando estaba con ella, apenas tartamudeaba, y después de unas pocas sesiones, le aseguró a mi madre con toda tranquilidad que no había que preocuparse, que probablemente se iría cuando creciera. Sin duda, todos encontramos consuelo en este diagnóstico tan optimista. (Supongo que la logopedia como rama de la psiquiatría estaba todavía en la adolescencia a finales de los setenta. Para variar, me agradaría que este artículo provocase la recepción de cartas de logopedas o de sus pacientes, donde expresaran su mosqueo e indicaran que los tratamientos han recorrido un largo camino desde entonces.) Sin embargo, fuera del compás de influencia bondadosa de la señora Lester, el tartamudeo volvía. Finalmente, llegué a la conclusión de que no era como mi alergia al polen, que se podía curar con un antihistamínico. Pedir que me llevaran a la consulta de nuevo habría consolidado mi imagen de niño con un problema a ojos del resto. Malas noticias en una etapa de la vida en que la aceptación social y, por ende, la supervivencia, reside en ser normal. Así pues, aparte de unas cuantas sesiones más con la logopeda cuando tenía trece años –cuando se empezó a repetir el mismo patrón de cura y recaída– iba a tener que lidiar con eso yo solo.

Los niños compensan la falta de léxico con símiles o metáforas. Empecé a ver la tartamudez como una especie de oscuro homúnculo –un Gollum formado por antimateria– que vivía en la base de mi lengua. Los dos estábamos enfrascados en una guerra sin fin, como la OTAN y el Pacto de Varsovia. El homúnculo actuaba de forma impredecible. Me dejaba hablar sin problemas hasta que bajaba la guardia, entonces atacaba. Podía destacar las palabras causantes del tartamudeo que surgen en la conversación, y desternillarse mientras mi ansiedad desencadenaba una crisis. Muestra un desconcertante desprecio por la sabiduría popular. Sería normal pensar que las situaciones estresantes lo agravan, pero este no es necesariamente el caso. En mi primera lectura en público como escritor a punto de ser publicado, en Londres, con la novelista A. S. Byatt delante –probablemente el momento de más nervios en mi etapa adulta– la tartamudez había desertado. Otras veces, estando feliz y relajado con mis amigos y mi familia, puede golpear sin previo aviso ni piedad. Nunca se sabe. Está ausente cuando canto, cuando estoy solo hablándome a mi mismo, cuando converso con otra persona que tartamudea y cuando hablo en sueños. El teléfono fue un problema durante gran parte de mi vida; el contestador, no tanto. Hablar con una persona cuya tartamudez está más marcada que la mía. Los que tienen una relación problemática con su madre o su padre –no es mi caso– me cuentan que visitar a sus padres les provoca una crisis. Yo nunca he notado una mejora o empeoramiento. De lo que sí me he dado cuenta con los años es que se reaviva en primavera y disminuye en otoño. ¿Dónde está la lógica de todo esto? ¿Cómo se suponía que iba a derrotar a mi enemigo si su comportamiento era tan inconsistente?

Cuando era pequeño, no tenía la más mínima idea. Lo único que sabía es que este defecto era una desventaja funesta en un mundo tan abiertamente despiadado como el de los niños. En una disputa, cualquier antagonista podía imitar a un tartamudo –y de hecho lo hacían tan tranquilamente–, los espectadores se reían y, por supuesto, aquel triunfaba. Afortunadamente para todos, nunca tuve suficiente fuerza para lisiar a mis enemigos, solamente tenía la imaginación para soñar que lo hacía. Mi única estrategia para minimizar los daños era algo así como evitar letras del alfabeto. Escaneas oraciones por adelantado en busca de palabras que provocan tartamudez y guías la oración de forma que no las necesites. Es igual que cuando George Perec escribió la novela A Void sin la letra  "e" , salvo por que no tienes tanto tiempo para sentarte y pensar. (Un buen amigo –tartamudo desde niño, que creció en Pakistán y que ahora es novelista– fue tan lejos, que hasta dejó de hablar totalmente durante varios años. Solo se comunicaba por medio de un boli y un bloc de notas. Menos mal que este método nunca llegó a Worcestershire.) Gracias a mi estrategia conseguí disimular a medias el defecto en el habla, pero pagué un precio. Vivía con un miedo constante a ser descubierto, expuesto, etiquetado y avergonzado. Además, la política de evitar letras «peligrosas» implica no ofrecerse voluntario para contestar en clase. Cuando un profesor me preguntaba algo directamente, normalmente me tocaba fingir que no lo sabía y aguantar su descontento. Peor aún, a veces a los estudiantes les obligan a leer en voz alta y en público. En las obras de Navidad, en la celebración del Día de Acción de Gracias… ¡era como vivir en un auténtico infierno! Durante años temí que me nombraran delegado cuando llegara al bachiller porque los Elegidos tenían que leer un pasaje de su elección en la asamblea escolar. Me hicieron delegado y, después de agonizar mucho, fui a la jefa de estudios a pedirle de rodillas que tuviera piedad (me garantizó la suspensión temporal de la ejecución sin pensárselo, y por si, tal y como espero, está leyendo esto durante su bien merecida jubilación: señora Bassett, esa fue la decisión correcta). De igual forma, cuando repartían los papeles de las obras de Shakespeare en el nivel avanzado, siempre rezaba por que me dieran los de cortesanos secundarios o mensajeros con prisas. En las temporadas malas tenía que acercarme a los profesores de inglés a escondidas para preguntarles si me podían eximir de un papel donde se hablara. Me aterrorizaba decir las palabras «porque soy tartamudo» tanto como me horrorizaba que ya lo supieran. Lo aceptaban, pero no sin un poco de «Tienes que currártelo» en su conformidad. Solo podía estar de acuerdo. Empecé a preocuparme por el trabajo. Estaba en auge la política thatcheriana de compensar la falta de empleo haciendo que las escuelas enseñaran el arte de las entrevistas de trabajo, pero ¿cómo iba a impresionar con mi genialidad a un futuro jefe si no era capaz de soltar mi nombre? ¿Y qué evitaría que no me echase una vez descubierto el engaño? ¿Iba a tener que ser monje en una orden silenciosa? ¿Granjero? ¿Farero? Currármelo era una idea maravillosa, pero en el entorno de una persona tartamuda parecía que nadie sabía decirme cómo.

En este caso, mi principal fuente de información y consuelo, la televisión, no me ayudó en absoluto. Las pocas personas tartamudas que salían en la tele eran figuras cómicas y servían únicamente para producir quemaduras de vergüenza de tercer grado. Ronnie Barker interpretaba a un tendero tartamudo llamado Arkwright en la serie Open All Hours –he visto que aún provoca risas enlatadas en la tele por satélite con su hilarante retrato de un tartamudo arisco–. Sudaba solo de saber que lo estaban haciendo, seguro de que mi endeble tapadera saltaría por los aires en el colegio. El retrato que Michael Palin hizo más recientemente en Un pez llamado Wanda era más simpático, pero los dedos de los pies aún se me retorcían de vergüenza por lo que representaba. Esta película, al igual que el retrato del dueño del teatro en Shakespeare in Love, perpetúa uno de los mitos que informan a los que no son tartamudos sobre cosas que tienen que ver conmigo. He llamado a este mito «La cura del callejón sin salida», el cual sostiene que si retienes a un tartamudo en su habitación 101 de la novela 1984 –dirigirse a un gran número de espectadores hostiles–, el problema desaparecerá por arte de magia. Nada, tonterías. Es posible que las anécdotas históricas recuerden unas cuantas de esas curas temporales, pero cuando se trata de las innumerables ocasiones en las que una persona tartamuda se colapsa bajo presión –nunca se relaja del todo–, la historia es menos fiable. Al mito que se esconde tras la reticencia de mis profesores a eximirme de hablar en público, le llamo el «Mito del poder de la voluntad». Este sostiene que una persona tartamuda es equiparable al personaje recién atado a una silla de ruedas de una típica película estadounidense de superación. Los médicos dicen que nunca volverá a andar, pero su determinación obstinada demuestra que se equivocan. Por culpa de este mito estuve cabreado durante años, pues creía que tartamudeaba porque no hacía un esfuerzo mayor por no tartamudear. Ese homúnculo se alimenta de la determinación obstinada. Como un campo de fuerza, cuanto más poder de la voluntad le lanzas, más fuerte se hace, y más seguro es que acabes farfullando y poniendo caras raras hasta convertirte en un espectáculo cómico, como Arkwright el tendero. Es más, –y ahora que lo pienso, este mito también se escondía bajo el metrónomo de mi logopeda– no puedes «reiniciar» el software de tu discurso o «practicar» hasta que el defecto en el habla desaparezca. No sé qué es el tartamudeo, pero desde luego no es un arriesgado swing de golf.

Aunque me alegra maldecir tal explotación cómica hasta quedarme sin aliento, el empeño de estos mitos es comprensible. Es, si se quiere, el trastorno que no puede decir su nombre. La gente tiene menos reparos cuando habla con un ciego sobre la ceguera o con un sordo sobre la sordera. La tartamudez conserva una pátina de vergüenza. Los extraños prefieren evitar a toda costa el mal trago de estar frente a un tartamudo. Mis propios amigos y mi familia creen que incluso mencionar el tema me causa la misma mortificación que el acto en sí de tartamudear y, hasta hace relativamente poco, tenían razón. Incluso en el repositorio de experiencia más extraordinario al cual llamamos literatura, solo he visto un magnífico ensayo de John Updike que parece muy real, y poco más. (Por cierto, siempre se puede saber si un personaje de ficción tartamudo está construido desde la propia experiencia: uno falso se traba en palabras que empiezan por cualquier letra del alfabeto, mientras que el único y verdadero solo lo hace en palabras que empiezan por dos o tres letras concretas.) Esto me lleva al porqué de escribir el artículo, y Black Swan Green, de hecho. El objetivo menor es dar a las personas que tartamudean una idea de cómo es vivir con un trastorno del habla. Mi objetivo prioritario es expresar lo que me habría gustado que me dijeran de pequeño sobre cómo apañármelas solo, con la esperanza de que le pueda servir a cualquiera que tenga que sobrevivir en los patios del colegio y lugares de trabajo hostiles. Dada la amplia taxonomía de la tartamudez, lo que voy a escribir no será útil para todos los que tengan un homúnculo en la lengua. No obstante, lo que sigue a continuación me ha servido en un momento u otro de mi vida, incluso ahora mismo.

Primero de todo, considera que es más fácil funcionar con el tartamudeo que con el balbuceo. ¿Cuál es la diferencia? Algunas autoridades sostienen que «balbucear» y «tartamudear» son dos palabras para lo mismo, pero yo suscribo las dos definiciones siguientes: el balbuceo es cuando se repite una y otra vez, cual ametralladora, la primera sílaba de la palabra, sin llegar a la segunda. El tartamudeo, por el contrario, es cuando ni siquiera se puede articular la primera sílaba: simplemente hay un agujero en la oración que se va haciendo más ancho. Creo que en este agujero, en este espacio, puedes encontrar el silencio, la calma que necesitas para sacar la siguiente palabra. Si tu defecto en el habla tiene la forma de balbuceo, tómate tu tiempo cuando llegues a la palabra peligrosa. Un punto de partida estable es mejor que el estrés frenético.

En segundo lugar, cuando el lenguaje es el enemigo, se tiene la tentación de hablar a la velocidad de la luz para intentar quitarse de encima el maldito problema cuanto antes. Sin embargo, la mayoría de personas no hablan como los que dan las noticias de la CNN. Tómate tu tiempo. Esas oraciones son de tu creación y si los oyentes no están dispuestos a dejar que vayas a tu ritmo, pues que les den. Este punto da lugar también a la estrategia de la Pausa Falsa. Si estás sorteando una palabra arriesgada, disimula con una pausa cuando llegues ahí. Finge que estás barajando una opción mejor para la siguiente palabra. Sobre todo, si los oyentes piensan que simplemente es tu patrón de habla habitual, no se darán cuenta de que en realidad lo que estás haciendo es esperar a que el homúnculo se retire, baje la guardia o simplemente pierda el interés. Muchas veces la palabra saldrá sola si no piensas demasiado en ello. Si no lo hace, la pausa falsa te da la oportunidad de abortar la oración, fingir que has pensado en otro modo mejor de decirlo y reformular dicha oración de forma que puedas llegar al mismo punto sin la palabra peligrosa. Quizá es una estrategia de último recurso, pero es mucho mejor que sonar como una radio a la que se le están agotando las pilas.



Al siguiente le llamaría el "Método decir de pasada". Puede que me equivoque, pero no creo que tartamudees en las vocales. Ahora mismo una de mis letras peligrosas es la "s". Si, por ejemplo, tengo que decir la palabra "sentimiento", el truco es simular que la palabra es "entimiento" (aquí ya no hay problema) y decir de pasada el sonido /s/. El impulso que da la vocal está de tu parte y la palabra sale a menudo sin que se den cuenta de que la consonante está entrecortada. Un pariente cercano de esta estrategia es lo que se podría llamar el "Método trocear". Por razones sobre las cuales me parece interesante conjeturar, siempre tengo problemas con la segunda sílaba en la palabra "embarazoso", y eso que la "b" no es una letra que me haga tartamudear en la actualidad (estas bestias negras impredecibles salen de la nada a veces). Aquí el truco es considerarla como dos palabras "em" y "barazoso", con un espacio corto entre ambas. Vale, suena un poco raro, pero un poco raro está bien.



La última estrategia que me gustaría proponer es a más largo plazo. Se trata de un hábito del cerebro, más que de una treta lingüística. El «desencadenante del tartamudeo» seguramente está ligado a nuestra percepción del oyente, por eso nunca tartamudeamos cuando estamos solos. Estoy convencido de que lo hacemos porque nos provoca ansiedad que nos vean tartamudear, básicamente. Si la tartamudez en sí misma es inmune al ataque, como mi propia experiencia sugiere, ataquemos a la ansiedad. Cultivemos una actitud de indiferencia combativa ante lo que nuestros oyentes puedan pensar si tartamudeamos. Piensa: «Está bien, necesito. No. Quiero algunos segundos extra hasta que esté preparado para decir la siguiente palabra, y si eso te supone un problema, entonces que te f*****». Está claro que esta indiferencia combativa sale más fácilmente cuando eres un escritor autónomo que está ya al final de la treintena, pero podría servirle incluso a un chaval de secundaria que estudia en un colegio conflictivo del norte de Londres, donde no tiene la libertad de elegir la gente con la que se mezcla. Eso espero. Aparte de reforzar tu frágil autoestima, cuanto más firme permaneces en tu indiferencia, más raro es que tengas que usarla. Tartamudeas menos.

Ojalá pudiera llamar a mi yo de trece años y decirle que no se puede solucionar con una varita mágica. Al principio se quedaría hecho polvo –aunque está rezando por saber la verdad– pero lo que añadiría después debería animarle: puedes acabar dominando las estrategias destacadas aquí y, al igual que los amigos burlones en un anuncio de champú anticaspa de H&S, la gente dejará de definirte como una persona que padece un problema. Muchas de las personas que leyeron las correcciones de Black Swan Green me preguntaron cómo había hecho la investigación sobre la tartamudez: intentaban hacer que me sintiera mejor conmigo mismo. Mucha gente se traba cuando habla, pero no se le califica como tartamuda. Es igual que con los temblores de tierra, que ocurren todo el tiempo pero solo se registran como terremotos cuando sobrepasan cierto umbral de intensidad. Aspira a mantener la intensidad de tu tartamudeo por debajo de ese umbral. Un famoso exfutbolista alcohólico habló una vez de la imposibilidad de «curar» el alcoholismo: en lugar de eso, aspiró a convertirse en un alcohólico abstemio. Creo que para nosotros es realista y saludable aspirar a convertirnos en tartamudos que no tartamudean.

He aquí mi gran idea: deja de intentar matar el tartamudeo. Esa metáfora sobre el homúnculo, o el perro que se porta mal, o como quiera que lo visualices, al final se convierte en un obstáculo para solucionarlo. Cambia tu percepción de la tartamudez. Deja de verlo como un enemigo al que hay que derrotar: es una parte integral del proceso que sigues cuando piensas y cuando percibes a los demás, y del proceso del lenguaje, y ningún bien puede venir de odiar una parte integral de ti mismo (en contraposición a un rasgo de la personalidad indeseable). Te informa de tu relación con el lenguaje y lo enriquece, aunque solo sea porque necesitas más estructuras y vocabulario a tu alcance. Está claro que nos metemos en nosotros mismos mientras pensamos, pero pensar antes de hablar tiene muchas ventajas. Si hubiese podido construir oraciones sin interrupción ni esfuerzo, como mis compañeros de clase a los que envidiaba en secreto, probablemente no habría tenido la necesidad de anotarlas, ni de convertirme en escritor. Igual que tienes que vivir en algún lugar, tienes que ser alguien, y mientras los defectos, limitaciones e impedimentos no alejen a tus amigos, ¿por qué no pueden ser tan válidos a la hora de determinar quién eres y cuál es tu vocación, como lo es tu talento? He pasado demasiados años luchando en una interminable batalla librada en mi propia cabeza, que no se puede ganar y que mina la autoestima, como para disculparme por el tono de «chocolate calentito para el alma» de esta conclusión. Sobre todo, intenta entender tu «defecto», cualquiera que sea la forma que adopte, y aprende de ello. Hazte su amigo.

domingo, septiembre 22, 2013

Artículo de Alex



De nuevo escribo sobre Alex Ayala. Dos post anteriores  están relacionados con él; el  artículo ",amo , odio ,a los tartamudos",  y sobre  su libro , " los mercaderes del Che". Como no hay dos sin tres, el tercer post proviene de un artículo que ha escrito en el diario clarín ,” Si me olvido que soy tartamudo hablo mejor”. Alex nos desgrana como ha sido su convivencia con la tartamudez, un retrato del poder que en momentos puntuales puede  alcanzar la tartamudez en la vida de las personas tartamudas. Al mismo tiempo describe como se puede erradicar  ese  poder maléfico que alberga en su seno la tartamudez.



"Ruido en la comunicación. No recuerda su infancia como una etapa feliz –confiesa el autor del texto– a causa de la angustia que sentía por este trastorno y por las innumerables terapias sin resultados. Todo cambió recién cuando le quitó presión al tema.


Cada vez que un amigo me comenta por teléfono que se me escucha entrecortado –no por cruel o con la intención de echar sal en mis heridas, sino cuando falla la conexión o cuando me hallo en algún rincón remoto de Bolivia–, le llamo hijo de puta. Y lo hago despacito, masticando cada sílaba para que me entienda. Después, el que está al otro lado de la línea suelta una poderosa carcajada porque sabe que me encanta el humor negro, burlarme de mí mismo. Y solemos acabar riendo los dos juntos hasta la lágrima.
A menudo, hay gente que me grita porque piensa que estoy sordo y los que no me conocen me encaran con gestos histriónicos porque intuyen que soy yo el que no les comprende bien a ellos. Desde que tengo uso de razón, los sonidos que nacen de mis labios se reproducen compulsivamente antes de matar muriendo. Y yo muero por la boca cada vez que hablo. Soy tartamudo, “repetidor” profesional, y a mucha honra. No concibo mi problema como un ancla, sino como catapulta: 40 millones de tartamudos en todo el planeta algo interesante tendremos que decir al mundo, aunque nos miren como a un freak de circo, aunque nos cueste innumerables dolores de mandíbula expresarnos.
Hay tartamudos que han entrado por la alfombra roja a nuestros sillones a través del cine, como Bruce Willis, Anthony Hopkins y Nicole Kidman. Los hay como Tiger Woods: deportistas exquisitos capaces de embocar una pelota en un hoyo a cientos de metros. Los hubo estadistas, como Napoleón o Winston Churchill, escritores, como Miguel de Cervantes, naturistas que dejaron huella, como Charles Darwin, oradores prodigiosos, como el griego Demóstenes casi cuatro siglos antes de Cristo. Y también, tocados por la mano de Dios, como Moisés para partir en dos las aguas del Mar Rojo.”
Termina de leer el artículo completo en Clarin